Uno de los aspectos más relevantes a la hora de planificar y acometer el relevo generacional en la empresa familiar es, precisamente, la incorporación de la siguiente generación al trabajo en la empresa.
Este proceso, que a menudo se produce de forma natural y sin planificación previa, suele implicar, de facto, varias fases sucesivas, que se van produciendo a lo largo de los años en los que conviven, en activo, ambas generaciones. Así, en la primera fase lo deseable es que se ENSEÑE A HACER a los que acaban de incorporarse. Una vez que sepan desempeñar los cometidos que les han sido asignados, los mayores les HACEN HACER, y cuando la generación que pasa el testigo decide que ha llegado el momento de abandonar la gestión del día a día, sabiendo que la empresa queda en buenas manos, les DEJAN HACER.
Uno de mis queridos fundadores explica este proceso de forma bien gráfica. Como le gusta contar, para él su empresa es como un avión. Él era el piloto y, cuando se incorporaron sus hijos, los sentó como copilotos para que aprendieran a su lado. Una vez tuvo la seguridad de que sabían llevar la nave, les cedió el puesto de piloto, sentándose él en el de copiloto. Más adelante, decidió viajar con el resto del pasaje, mientras sus hijos pilotaban. En algún momento, es posible incluso que decida no subir al avión, aunque, eso sí, se reserva la torre de control.
En mi experiencia con empresas familiares de los más diversos sectores y distintas generaciones, he podido comprobar de primera mano lo importante que resulta que la incorporación de la siguiente generación a la empresa pase por las tres fases mencionadas. Saltarse alguna de las fases, o no evolucionar hacia la siguiente cuando ya se está maduro para ello, provoca tensiones tanto en el seno de la familia como en la propia empresa.
Veamos un primer ejemplo en este primer post:
Recuerdo el caso de una empresa fundada por cuatro hermanos a la que se fueron incorporando, espontáneamente y sin requisitos previos de acceso, los quince miembros de la siguiente generación. Varios sin estudios, y otros al terminar sus correspondientes carreras. Transcurridos un buen número de años trabajando juntos, la situación comenzó a hacerse ingobernable. Los mayores se fueron retirando, los directivos externos no se atrevían a corregir a los familiares más jóvenes por temor a molestar a los socios fundadores, y, al mismo tiempo, todos (familiares y externos) confesaban ser conscientes de que se toleraban conductas inapropiadas en los familiares y que la situación se había hecho insostenible. Era urgente arbitrar soluciones y reconducirla, con la disposición y el compromiso de todos.
Analizando este caso, se vio claro que la fase de enseñar a hacer, simplemente, en la mayoría de los casos, había brillado por su ausencia. Los miembros de la siguiente generación se incorporaban a la empresa y, de una forma u otra, “se iban buscando la vida”. Algunos trataron de reproducir los roles de sus padres, pero con un “pequeño” problema: ellos no eran sus padres. Les faltaba la experiencia, aún no habían ganado frente a la plantilla ni la legitimidad ni la autoritas de la que sí gozaban sus progenitores. Y es que esa autoritas no se hereda, como las acciones de la empresa. Hay que ganársela. Los mayores cometieron el error de no enseñarles a hacer, no tutelarles a su incorporación, y les dejaron hacer desde el principio. Los directivos externos no siempre les hicieron hacer, y miraron a otro lado cuando tocaba reprenderles por determinadas conductas, en el convencimiento de que si no lo hacían los padres, no lo iban a hacer ellos jugándose el puesto, por muy negativo que fuera para la empresa. Los jóvenes, simplemente, se pusieron a trabajar según su propio criterio, sin saber, en realidad, qué se esperaba de ellos, cuáles eran sus funciones y a quién debían reportar. Cometieron, además, un error adicional: ejercer de dueños, no de empleados.
Aunque siempre es difícil romper con las inercias y asumir la necesidad de un cambio profundo, esta familia empresaria se concienció de que no quedaba otra opción si querían llevar adelante el proyecto empresarial común. Se elaboró un primer organigrama, con criterios profesionales, dando una oportunidad a todos los familiares que estaban involucrados en la gestión de la empresa pero dejando claro que la familia estaba al servicio de la empresa, no la empresa al servicio de la familia.
Cada empleado y directivo familiar conoció sus funciones, se diferenciaron competencias y ámbitos de actuación para evitar solapamientos. Todos supieron a quien debían reportar, y se pactó en el protocolo que los familiares serían evaluados y retribuidos de forma idéntica a los no familiares. Los socios fundadores encomendaron expresamente a los directivos externos la facultad de evaluar y, en su caso, reconocer y corregir a los familiares. Para el futuro, se establecerán requisitos de entrada para poder trabajar en la empresa familiar, evitando saturar de familiares la gestión e intentando captar y retener al mejor talento, familiar y no familiar. Es un reto para todos, lo sé, lo saben. Pero hay demasiado en juego como para no afrontarlo con el máximo compromiso, confianza y lealtad.
En el próximo post os contaré qué pasa cuando la fase “DEJAR HACER” no acaba de llegar…
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