En el anterior post que escribía a principios de mes, comentab que lo que pasa cuando las familias empresarias se saltan alguna de las etapas (enseñar a hacer, hacer hacer y dejar hacer) en la incorporación de la siguiente generación al trabajo en la empresa familiar. Como lo prometido es deuda, en este analizaremos las consecuencias de no evolucionar hacia la siguiente etapa cuando ya se está maduro para ello y, en particular, cuando la etapa DEJAR HACER no acaba de llegar…..por unas razones o por otras.
En algunos casos, por desconfianza del futuro sucedido (fundada o no) hacia las capacidades de los sucesores para gestionar la empresa, para convivir armónicamente, cuando son varios, en la gestión, o para continuar y consolidar su proyecto empresarial, misión que exige un espíritu emprendedor que, intuyen, no ha resultado incluido en el ADN con el que han sido agraciados. A veces la inseguridad se deriva de la certeza de que los hijos/as no son clones de ellos, por lo que ven difícil que reproduzcan sus éxitos.
Pero es que los entornos cambian, y los tiempos distintos requieren también estilos diferentes de liderazgo. No se precisan las mismas cualidades para ser un hombre orquesta que para ser un buen director de orquesta. Cada generación debe poder enriquecer el legado con su particular estilo, y dejando su propia impronta, distinta, pero no necesariamente peor.
Algún fundador me decía con impotencia, tras asegurar que dejaba hacer a los hijos sin cortapisas, que no entendía por qué no seguían al dictado el camino que les marcaba, sus propios pasos. “Quizás -le contesté-, porque si siempre les pides que pisen sobre tus huellas, no podrán dejar su propia huella”. Y lo necesitan. Necesitan aprender de sus errores, disfrutar de sus aciertos y reivindicar su contribución al legado. Un reconocimiento que ambas generaciones esperan mutuamente de la otra y que, con demasiada frecuencia, no se da tantas veces como sería deseable.
En otros casos, el principal escollo para no DEJAR HACER es el miedo del sucedido a sentirse vacío una vez que abandone las responsabilidades del día a día, y, con ellas, una forma de vivir que le ha tenido literalmente enganchado durante años, hasta el punto de que, a veces, no tiene más hobby que su propia empresa familiar, con el alto coste que ello implica en el plano de la familia. Es donde se siente como pez en el agua, y ¿qué pasa cuando sacan al pez del agua?, se pregunta a sí mismo con cierta angustia. Estas situaciones provocan, en ambas generaciones, ansiedad, expectativas incumplidas y frustración.
He conocido a incombustibles “jovencitos” que se van acercando peligrosamente a los ochenta y tantos y siguen al pie del cañón ejerciendo de hombres orquesta y jurando que morirán con las botas puestas. Y junto a ellos, sus hijos, con treinta o cuarenta años de trabajo en la empresa familiar, y con el “síndrome del eterno aspirante al trono”, intentando asimilar que jamás les llegará su momento porque tras ellos viene ya pisando fuerte el nieto predilecto, y el abuelo no se acaba de retirar…
Esa generación que nunca dirigirá la orquesta se plantea muchas veces si su apuesta vital por la empresa mereció la pena, y se arrepiente de no haber tenido el valor de afrontar el tema abiertamente en el momento oportuno. En otros casos, se queja de que los mayores nunca quisieron o supieron delegar, y que sí, siguen siendo imprescindibles, porque se reservan para sí información y know-how clave que sólo ellos conocen y que, consciente o inconscientemente, se niegan a compartir con sus continuadores. Hasta el punto de que – afirman – si al padre o a la madre les pasara algo, todo se iría al traste por dicho motivo. Triste, ¿verdad?
Por eso es fundamental preparar con tiempo a los sucesores, pero también mentalizar al sucedido, buscar fórmulas que compatibilicen la delegación de la gestión en la siguiente generación o en externos con la aportación de valor de los mayores desde el Consejo de Administración, la Fundación de la familia y foros y asociaciones en lo que ejerzan su papel de embajadores. Garantizar su seguridad económica es también cuestión irrenunciable para que puedan ceder el testigo con la necesaria y merecida tranquilidad. Y que eso sea un proceso entrañable de estrecha convivencia entre dos generaciones, de compartir y transmitir el legado, que el sucedido pueda monitorizarlo desde su particular “torre de control”, poniendo así un generoso broche de oro al esfuerzo de toda una vida.
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